No la produce un sujeto abstracto, ni gobiernos abstractos; eso es una falacia. La producen hombres y mujeres concretos, porque la locura no es ausencia de la razón; es el uso irracional de la razón. Y si no es ausencia de la razón, pero ésta se usa para el mal, entonces es la vaciedad de respeto, reflexión y consideración al Otro. ¿Quién es más loco? ¿El que usa la razón para dañar al prójimo o el que no tiene la facultad de razonar? Este último es inocente; aquél, no.
Producir la locura es la irracionalidad absoluta. Y lo hacemos por codicia, poder y envidia. La inteligencia y la razón se ponen a su servicio, auto-legitimando la inmoralidad y negación al Otro; culpándolo, estigmatizándolo como enemigo. Todo esto pasa en la Argentina.
“Las dictaduras y las tiranías son la negación de las metáforas. Una de las pérdidas iniciales de alguien que está loco”. Alejandro Dolina
Se culpa a los jóvenes por la adicción a las redes sociales como en otras épocas a su natural transgresión de todo sistema que impide la justicia y la libre expresión. Por la creatividad y búsqueda de conocimiento, por negarse a usarlo en contra de la vida, por reaccionar contra el hipócrita academicismo, por negarse a la esquematización de las creencias y de la cultura, por todo eso, el autoritarismo achaca a los jóvenes y a los que son como ellos, de rebeldía. La rebeldía como delito. Se los culpa, además, de su ignorancia de la Historia, de su aparente frivolidad e indiferencia, de su apoliticismo, y hasta de su pobreza. Nada de esto es cierto. Lo que pasa es que no se acepta que los jóvenes sean la caja de resonancia de una sociedad y su denuncia constante. Y también de la locura imperante. ¿Quiénes son los hipócritas?
Se culpa y condena el delito de los pobres mientras hay indiferencia y permisión al delito patente de los ricos. Se promulga que, al narcotráfico, a la violencia delincuencial y a todo delito, se los detiene y previene con más represión, con libertad para matar, con más inhumanidad en las cárceles, bajando la edad de imputabilidad, etc., cuando en realidad el delito es el resultado de la desigualdad, de la injusticia, de la ausencia de un Estado justo, que contenga y eduque. Y de una sociedad que tiene rotos los lazos de solidaridad.
A los pobres que van a la cárcel, se los culpa y escarnece. Pero a los que matan indirectamente desde malos gobiernos y corporaciones, con impunidad de sus exacciones y saqueos al pueblo trabajador, a los jubilados, a los bienes del Estado, y que viven de la explotación laboral, de la especulación financiera, del narcotráfico… los delincuentes más peligrosos y dañinos, ésos, no son punibles; no van a la cárcel. A la prisión van los pobres y no los ricos. Tampoco los genocidas y los malos gobernantes.
Se culpa y judicializa la protesta social, encubriendo tras una falsa y arbitraria legalidad la represión a reclamos legítimos de una vida digna, amparados constitucionalmente, pero son los medios, los periodistas y las redes sociales, los verdaderos instrumentos de la mentira y violencia institucionalizados. Deforman la percepción de la realidad y justifican los malos actos, sobre todo del gobierno, en nombre de supuestos peligros ideológicos. Por lo demás, también promueven la violencia sobre cuerpos y almas, y la cosificación económica de sentimientos y emociones. Son distractores frívolos e inhumanos al servicio de la codicia, la ambición y el resentimiento. La propagación de la mentira y denostación por esos medios, aun siendo delito, tampoco se penaliza. El dinero, el anonimato y la desidia, salvan todo; porque no hay Justicia. La maldad, hoy se manifiesta sin tapujos, sin pudor y a cara descubierta.
Se culpa a nuestros aborígenes por reclamar respeto a su cultura y la devolución de los ámbitos naturales que les pertenecen, tratándolos como extraños en su propia tierra, sin considerarlos argentinos. Se los aherroja al despojo, racismo y postergación. Además, se promueve en la población la negación del aniquilamiento institucional histórico y actual sobre los pueblos originarios, también las luchas de los trabajadores rurales. Quieren justificar con un pretendido manto civilizatorio metropolitano la apropiación indebida de bienes y riqueza de la argentina profunda.
Se culpa a nuestros jubilados y ancianos porque han dejado merecidamente de trabajar, para gozar plenamente de su derecho al mejor bienestar posible en salud y beneficio, para lo cual han aportado toda su vida, ya desde la producción, los servicios y del hogar las amas de casa; pero se los culpa por seguir viviendo. Desde una visión economicista, se les acusa de no continuar produciendo riqueza para los más ricos y de exigir, tanto a sus familiares como al Estado, la legítima obligación moral de ser atendidos y cuidados. Se les desprotege legal y socialmente, abandonándolos a su suerte, quitándole hasta lo necesario para el sustento diario, el abrigo y atención saludable.
Se culpa a los defensores de los derechos humanos, por evitar tenazmente que se reivindique y libere a los responsables de crímenes de lesa humanidad, conjurados en el pacto de sangre de no confesar el destino de los desaparecidos, y también de la impunidad de los responsables de gobiernos constitucionales plutocráticos y neoliberales que han arruinado al País. Hoy, muchos de sus cómplices, civiles, judiciales y económicos siguen sin ser juzgados. La mayoría se ampara en las Instituciones, pero son delitos de personas concretas, realizados desde el Estado y las Instituciones.
La locura permanece y se reproduce en nombre de falaces reconciliaciones, de geopolíticas foráneas, de un falso patriotismo y de una moral y honor que nunca existió -porque se conservan en los corazones el odio y desprecio al prójimo; no hay arrepentimiento-, del mismo modo los que han tenido la obligación de cumplir con los mandatos constitucionales de verdad y justicia, culpables igualmente de omisión.
Es una locura que en nombre de las políticas del extranjero se rompa la neutralidad e independencia política y militar de la Nación, permitiendo que se entregue la soberanía económica y defensiva del territorio que nos pertenece, sabiendo que históricamente hemos sufrido la expoliación de esos países que pretenden un mundo unipolar para su dominio.
Por último, también es una locura que no se tomen decisiones democráticas para el bien de la Nación que sean irrevocables, porque sin una justicia permanente no habrá nunca paz, ni reconciliación, ni bienestar posible, como tampoco unidad nacional. Se alimenta en cambio, al atentar contra leyes establecidas, una fractura social fratricida, donde todos pierden y sufren. La decisión de codicia, de la cual devienen el odio, la violencia y la muerte, proviene únicamente del corazón del hombre. Es la madre de todos los males, el egoísmo absoluto.
No permitamos entonces que la locura diluya las esperanzas y los sueños. Tampoco dejemos que el odio fluya, porque esclaviza. Ante la locura, son pocos los que reaccionan. ¿No hay patriotismo? ¿Somos todos tibios, de ésos que merecen ser vomitados? ¿Sólo nos quejamos, hablamos y escribimos, protestamos y hasta salimos a la calle, pero no tenemos un corazón solidario, el mejor ejemplo? No podemos permitir “la locura ante todo”. Ni seamos hipócritas que, viendo y oyendo, nos hagamos los tontos negando el sufrimiento del prójimo.
“No se sabe de lo que es capaz un hombre, hasta que muere”. Francois Mitterrand
No hay excusa frente para la maldad consentida. Es complicidad. Acudamos al uso bueno de la razón; despojémonos de la indiferencia, de la comodidad de que otros hagan lo que nosotros también somos capaces de hacer y que tal vez ni descubrimos que tenemos esa fuerza. Decidámonos con solidaridad militante a visibilizar la verdad y empezar a caminar por la justicia, dándole un profundo sentido de humanidad y amor a nuestras vidas.